sábado, 1 de marzo de 2014

Dice que no lo mates


Josemaría Camacho
[Cover a Diles que no me maten de Juan Rulfo] 

–Dice que no lo mates, sargento, dispénseme que le moleste.

–Coronel.

–Perdóneme, coronel. No es falta de respeto. Sólo vengo a traer el recado –dijo agarrándose el sombrero contra la panza, mirando la tierra.

–Él se muere, no hay nada que hacer.

–Pero si está a punto de morirse de viejo, y ya ha pagado suficiente.

–Pagará con la muerte. Y no con la que trae la vejez, sino con una lenta y dolorosa, como la que le dio a mi padre.

–Piénseselo otra vez, coronel, piénselo bien. ¿O quiere traer la sangre de Juvencio en las manos, en el alma?

–Tengo ya mucha sangre en el alma, señor... ¿quién es usted?

–No importa quién soy, coronel. Nomás soy un cristiano que viene a pedirle merced.

Desde afuera del cuarto entraba el polvo en oleadas, como un mar de sequedad que baña con su brisa de tierra, que no refresca ni a hombres ni a perros. Ya estaba bien puesta la mañana, todo Puerta de Piedra parecía muerto a mediodía, resquebrajado por un sol que, como el coronel, tenía poca paciencia y nada de misericordia. 

Lo habían traído desde Palo de Venado en la madrugada. No se había resistido. Acompañó con paso parejo a los dos jóvenes por todo el camino, sin decirles nada, nomás viendo para abajo, viendo las huellas y sus sandalias. Parecía que no quería meter la pata en un hoyo o que desde adentro se despedía de la tierra que andaba pisando y que, él sabía, no volvería a pisar.

Pero nomás llegó al pueblo le entró un ansia que le hizo despertar de a tiro. Se puso nervioso. Uno pensaría que cuando la gente llega a vieja se acostumbra poco a poco a la idea de que se va a morir, pero no siempre es así. Algunos piensan que su cuerpo es muy correoso, que sus costillas y brazos lo van a aguantar hasta que cumpla cien años, como la misma madre de don Lupe Terreros, la abuela del coronel. Don Juvencio era de esos, ya estaba entrado en edad pero se sentía fuerte. Y cómo no si se pasó un resto de años subiendo todos los días al monte, huyendo, comiendo cosas que encontraba por ahí, nopales, plantas.

Estaban el silencio, el calor y la mañana. Y allá, a lo lejos, se miraba un horcón con un hombre atado. Era don Juvencio. Justino volvió a arremeter. Esta vez pensó bien lo que le iba decir al coronel antes de decírselo:

–Él ya pagó, coronel. Le digo con el corazón, con el respeto que me merece.

–¿Ah, sí? ¿Cómo pagó la muerte de mi padre? Yo crecí sin saber a qué árbol arrimarme. Mi hermano también. Y todo porque ese hombre le dio de machetazos a mi pobre viejo. ¿Sabe usted que lo dejó tirado varios días y que después, cuando lo encontraron, todavía andaba vivo? Y ahora me dice que ya pagó. Eso no se puede pagar.

–¿Usted cree, coronel, que matarlo es lo justo porque él mató a su padre?

–Es la única salida justa, señor.

–¿Y cuánto tendré que esperar yo para matarlo a usted entonces, coronel?

–¿Qué dice, hombre? –preguntó con voz irritada el coronel. Su rostro salió de la sombra, estaba enojado. No le pagaban el respeto que exigían sus charreteras.

–Usted va a matar a mi padre porque dice que es justo, que porque mi padre mató al suyo... Entonces yo lo voy a matar a usted. Nomás que yo no voy a esperar tanto.

El coronel se acercó mucho. Justino no bajó la mirada.

–¿Eres su hijo?

–Sí, señor. Soy Justino Nava.

Otra vez estaba el silencio. Sólo un burro a lo lejos se quejaba. Parece que del sol o porque no había comido. Justino volvió a hablar.

–A como yo lo veo, coronel, usted va a castigarme a mí, no a él. Me va a dejar sin padre.

El coronel se quedó pensando, mirándolo a los ojos. A lo lejos el horcón y el hombre amarrado. Luego nomás cielo y polvo, confundidos.

–Tienes razón. Sería un castigo para ti –dijo el coronel mirando el suelo. Luego añadió– entonces mejor te voy a matar a ti.

Ahora, por fin, don Juvencio se había apaciguado. Ya no estaba nervioso, sino enojado. Triste. Subió el cuerpo de su hijo a un burro, bien envuelto en cobijas. Lo apretaló bien apretado al aparejo, para que no se le fuera a caer por el camino. Le metió en un costal la cabeza, para no dar mala impresión, y se echó a andar de vuelta a Palo de Venado.


–A Ignacia y a tus hijos les va doler mucho verte así, Justino. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara llena de boquetes por tanto tiro de gracia que te dieron. Y yo no les voy a durar mucho más.

jueves, 30 de enero de 2014

El vestido perlado / La ventana indiscreta


Ira Franco
[Cover a El vestido blanco de Felisberto Hernández con sampleos de La ventana indiscreta de Alfred Hitchcock] 

I

Yo estaba del lado de adentro del balcón. Un hombre de edad media con la pierna rota, enyesada, miraba hacia mi edificio a través de unos binoculares. La rubia que llegaba a veces a verlo tenía un aire como de princesa que bien puede interpretarse como el de una gran puta inasequible. Cuando la pareja se movía hacia el otro cuarto y desaparecía de mi campo visual, yo me quedaba mirando la ventana y su extraña blancura. No era blanca, era virgen y estaba lista. Cuando la princesa venía a cerrarla para guarecer el departamento de aquel viento de otoño, parecía que la ventana callaba en lugar de cerrarse. Dejaba de hablarme a mí y todo el vecindario, cerraba su enorme boca de vacío y trozaba sus sueños. 

II

Cada día el vecino de la pierna rota se sentaba a fisgonear la vida de las personas que vivíamos en este edificio frente a él y cada día lo miraba yo también fisgoneando sus movimientos intrusos. A veces se quedaba dormido antes de que la rubia llegara con un nuevo vestido perlado y toda la casa parecía entrar en un sueño peculiar, donde la ventana blanca, abierta, quería bostezar de forma perenne, sin descanso.

III

Los momentos más terribles eran aquellos en que manchaban la boquita blanca que me hablaba, aquellos en que cerraban la persiana y dejaban apenas entreabiertas las hojas para que la ventana se quedara en una mueca lamentable, donde la manija parecía una diminuta lengua y ella estaba cansada, quizás de ser ventana, quizás de tener que callar con el viento o dolida de la mandíbula por no poder cerrarse con el calor de la tarde.

IV

Una noche, la rubia vino ya muy tarde, pasada de copas y posó sus nalgas sobre el quicio de la ventana. Sus vestidos de princesa hacían poco por delinear el divino trasero, pero el talle —ese talle— prometía alguna locura dentro de las sábanas. La imaginé en mis brazos, con el orgasmo a punto, despojada ya de ese vestido. Fui feliz. Pensé en la boquita de ventana que, mientras ella se pavoneaba como un animalito grácil sobre sus molduras, se estaría saboreando.

V

Una mañana se me llenó el corazón de odio porque al tipo le habían quitado por fin el yeso. Podía levantarse y cargar a la rubia, sentarla en la mesa, quizás como un preludio, algún jugueteo de enamorados a los que la vida ha regresado al estado de gracia. Un poco más tarde, la ventana blanca se cerró por completo y las persianas fueron desenrolladas. Esperé a que el hombre saliera de su casa y crucé el patio que separaba ambos edificios con un paso acelerado, dispuesto a encarar a ese hombre que parecía arrebatarme algo con su mejoría. Subí las escaleras y tratando de abrir la puerta de su departamento encontré que alguien la había dejado mal cerrada. Podría abrir esa puerta, ocupar ese espacio y mirarlo, entrometerme en esa vida que sólo alcanzaba a ver a través de una ventana blanca que parecía gritar de terror y cantar y bostezar, todo al mismo tiempo. Caminé despacio hacia la recámara y ahí lo vi: el vestido perlado de la rubia yacía en el piso. Parecía ella sin cabeza, ni brazos, ni piernas.  

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Texto apócrifo de "Historia abreviada de la literatura portátil" de Enrique Villa-Matas


Nuria Clavé
[Insertar en el capítulo La fiesta en Viena: un poco antes del final, antes del párrafo que empieza con “Del relato de Picabia sobre la fiesta tiene un especial interés…” (primer párrafo de la página 51 de la edición de Compactos Anagrama)] 

Cuenta Picabia que no conforme con ya haber organizado la fiesta, haciendo uso de su espíritu innovador, rasgo shandy por excelencia, Valéry Larbaud tuvo la grandiosa idea de que durante ésta se tomara una fotografía de los asistentes. La fotografía no tenía intención de agregar algún tipo de importancia a la sociedad secreta o de ser importante por sí misma sino, por el contrario, al igual que casi toda la conjura portátil, carecía de sentido puesto que nunca nadie la vería. 

Como era de esperarse, fue George Antheil quien le pidió a Man Ray que retratara a todos los invitados —como ya he dicho, Antheil ocupaba todo su tiempo a la conspiración portátil. Al encontrar en ese cometido una oportunidad perfecta para experimentar con la fotografía portátil, Man Ray, que desde aquel encuentro en Nueva York ya había trabado amistad con ellos, aceptó encantado.

Salvador Dalí fue quien más interés mostró en todo el asunto, lo cual manifestó al llegar a casa de Littbarsky con cinco horas de antelación para pintar un mural que, como él dijo, serviría de fondo para la fotografía. Lo que en realidad buscaba era reafirmar la idea de que la pintura también puede ser coleccionada si se transporta mediante los recuerdos. Así, solicitó atentamente que no se le distrajese mientras llevaba a cabo su misión. 

Más tarde, durante una ceremonia encabezada por Antheil, Dalí desveló el resultado frente a todos los presentes: una pared completamente negra.

Ante el asombro de todos, el artista justificó su obra diciendo que «no hay una mejor manera de manifestar el shandyismo que rendirle homenaje a su color»; aseveración que la mayoría describió como “una genialidad insolente”. 

Una vez terminado el escenario para retratar a la sociedad secreta, los 27 asistentes empezaron a acomodarse. La única sugerencia fue que se sentaran tres personas por silla a fin de abreviar el espacio y que la fotografía diese la impresión de ser ligera. Y por tanto fuera portátil. 

Al parecer, cuando ya estaban instalados en espera de ser fotografiados, una mosca entró en la casa y comenzó a volar alrededor del salón, zigzagueando por los escasísimos espacios que quedaron entre los presentes, impidiendo que los futuros fotografiados permanecieran quietos y mantuvieran el equilibrio en las sillas. 

La situación se alargaba, hasta que el molesto insecto decidió descansar sobre la cabeza de Man Ray, que intentaba aprovechar la poca luz arrojada por la oscuridad del mural. Algunas versiones coinciden en que también se le veía desconcertado pues todos reían y él no entendía lo que sucedía. 

Tras unos minutos de risas, Pola Negri, que no había hablado en toda la noche, se levantó lentamente y se acercó al fotógrafo, y con la ayuda de una pluma azul que adornada su peinado quiso espantar a la mosca. Pero justo cuando abanicó la pluma, el insecto voló y Pola se vio obligada a saltar para intentar atraparlo, lo que provocó únicamente que éste volara más alto y que a la actriz se le cayera el vestido. 

Los espectadores, atónitos ante tal espectáculo, se vinieron debajo de las sillas y tropezaron entre ellos. 

Fue también en respuesta a su sexualidad extrema que se vieron obligados a agacharse para tapar los rastros de su excitación. Vallejo, por ejemplo, tomó su sombrero con rapidez y se lo colocó en la entrepierna. 

La única excepción fue Dalí, que se puso lentamente de pie y abrió los ojos con mayor intensidad. Y sin decir palabra, notó cómo sus bigotes sufrieron el mismo efecto: se elevaron de un solo golpe, aunque ligeramente hacia los lados. 

Entre tanto ruido y exaltación, Man Ray tomó la fotografía. Y como no buscaba aportar algún significado racional a su creación artística, retrató la escena en pleno movimiento, hecho que al parecer dio inicio a una moda que distinguiría a Dalí para siempre. 

jueves, 8 de agosto de 2013

Carta a una señorita en Cracovia


Jorge Carrión Castro
[Cover a Carta a una señorita en París, de Julio Cortázar]   

Kasia, llevo ya tres días instalado en tu ático de la calle Suipacha. Extraño nombre para una vía —por más angosta y discreta que sea— ubicada en el corazón de un barrio tan representativo del urbanismo catalán como el Eixample. Me cuesta creer que al doblar la esquina —seguramente la única en kilómetros a la redonda en la que la intersección de las calles forma un ángulo recto— uno pueda estar pisando ya las baldosas de Roselló, a tan sólo unos metros de Paseo de Gracia. Suipacha me suena inevitablemente a trópico, a selva, a bochorno amazónico; y al salir de casa me resulta muy raro caminar envuelto en esa canícula mental evocadora de aborígenes con taparrabos para un minuto después toparme con los abrigos, las bufandas y los gorros de los peatones y de los turistas que se arremolinan en torno a La Pedrera intentando capturar con sus cámaras una postal de invierno modernista. Entonces me suelo llevar una mano a la cabeza y la otra al cuello para comprobar con alivio que mi indumentaria es también la apropiada para no sucumbir ante las bajísimas temperaturas de estos primeros días de febrero. Te parecerá mentira, pero no ha parado de nevar desde que llegué. En serio. En cuanto salí del aeropuerto empezaron a caer pequeños copos y durante el trayecto en taxi hasta Suipacha me sorprendió ver cómo al otro lado de la ventanilla le iban saliendo cada vez más lunares blancos al aire. Y así ha seguido cayendo la nieve con variable intensidad. Lo sé: aun así no se compara con esos gélidos inviernos de veinte grados bajo cero propios de tu tierra, y sin embargo habrás de coincidir conmigo en algo: en Barcelona esto no pasa, esto no es normal.

Tampoco es muy normal, pensarás con razón, que haya decidido escribirte con esta tinta azul sobre papel cuadriculado, en lugar de enviarte un correo electrónico o un mensaje a tu cuenta de Facebook. Pues bien, son dos mis motivos para optar por esta reliquia de la comunicación humana. Primero: me ilusiona sobremanera usar este bolígrafo tuyo que encontré en tu mesa de noche junto al teléfono y cuya leyenda dice Unywersytet Jagiellońsky; siento como si sus trazos fueran más propicios para invocar imágenes en sintonía con este clima (su punta corre sobre el papel como las cuchillas de una patinadora deslizándose sobre un lago congelado, pintándolo de azul), y además me suelta la mano para escribir palabras que difícilmente encajarían en el texto casual y descuidado de un correo electrónico —acaso víctimas de obsolescencia—, palabras como reliquia, sobremanera, obsolescencia y menester. Segundo: es menester que te entregue personalmente esta carta en cuanto vuelvas de Polonia, y sobre todo verte leyéndola cuando llegues a la última página. Sólo así, tras conocer en ese mismo instante la respuesta de tus ojos a las revelaciones de estas líneas, podremos ponerle punto final. Pero no nos adelantemos. Aún quedan muchas cosas por decir antes de llegar a ese momento decisivo. Va a ser una carta larga, quizá de tantos folios como los días que habré de esperar antes de escuchar el rumor de la cerradura y de tus pasos cruzando la puerta… Acabo de hacer una pausa para mirar por la ventana. La nieve hoy cae copiosamente y de algún modo acorta las distancias. Suipacha de pronto es Cracovia. Al otro lado de la calle una mujer ha encendido las luces de su habitación y sentada ante su escritorio explora un libro voluminoso y toma apuntes. No alcanzo a distinguir sus rasgos, pero le pongo tu cara y te imagino en casa de tu madre traduciendo al español algún texto de Gombrowicz o de tu querido Sapkowski. Te llevas a la boca uno de esos cigarrillos delgados y al poco ya estás expulsando círculos de humo que viajan hasta el Mediterráneo, atraviesan las Ramblas esquivando a la muchedumbre y suben por Paseo de Gracia, siempre en ascenso, hasta internarse en el Ático 2ª de Suipacha 23 y colarse por debajo de la puerta de tu habitación, donde te pienso. Quisiera seguir imaginándote, pero una efervescencia de pelusa sube por mi garganta. Aquí viene la tos. Sin duda voy a vomitar otro conejito. Será el segundo. [Seguir leyendo]


sábado, 27 de julio de 2013

Fe de erratas


Costa Sin Mar
[Cover a Errata, de Paul Muldoon]

dice padre debe decir hospital
dice infancia debe decir actores
dice política debe decir amputación
dice hijo debe decir lo siento
dice biblioteca debe decir juventud
dice cine debe decir paraíso
dice vértebra debe decir voz
dice divorcio debe decir matriz

viernes, 1 de febrero de 2013

Me quejo, mujer



Víctor Hugo Rivas

[Cover a La Tovarich, de Jaime Sabines]

Me quejo, mujer, de tus ahuyentos
Por que caí, como una piedra en el agua

o una hoja en el agua,
o un suspiro en el agua.
Caí como un ojo en una lágrima.

Y permanezco sereno, como lucero de cielo
o nube de cielo,
o azul de cielo.
Permanezco en casa todo, entero.

Hasta agotar sus senos me desprendí

(leche de flor bebí).

Hay un polvo de vacío
sobre las huellas de tus pasos
que son tus pasos hacia afuera.


(Porque me duelen las manos de tanto no tocarla
me duele el aire herido que a veces soy.)
Entretanto
lento me consumo
a paredes
de cabeza,
me volteo
y escupo al techo, a tu dios y al cielo.

Que todos mueran a tiempo, Señor.
Desampárame, Señor, que no sepa quién soy.
Amanece de tarde. Sin sol. (Para sus manos en guante: mi corazón.)

Con un respiro roza mi corazón,
estrecha tus senos en mi pecho,
rojo, lila y marrón.

Yo le hubiera injertado mis labios
en sus muslos, de dos en dos.
Del no te tengo a dónde voy, muerdo tu cama, tu sol y el otro sol. 





jueves, 8 de noviembre de 2012

La venganza de un coro



Gabriel Rodríguez Liceaga

[Cover a El traje nuevo del emperador, de H. C. Andersen]

El Rey es un estrafalario. 

Ordenó que sembraran árboles en cada una de las naves de su flota de manera que las raíces beban mar y en las ramas les nazcan frutos de agua. También ha decretado que cualquier alma con la mano ducha para el dibujo debe enfocar el total de sus esfuerzos en reproducir al papel cada una de las formas que adoptan las nubes. Mandó castrar -no sólo de los testículos como es costumbre, sino del miembro en su totalidad- a los varones nacidos en día de Saturno. Yo formo parte de ese experimental coro de castrados. Mi voz es la de un bendito. Mi condena es cantar para un monarca insatisfecho y despiadado. Su majestad utiliza los perfumes más dulces y perdurables para aromatizar los ataúdes de sus amantes, por él asesinadas. Su secta de soñadores pierde integrantes cada vez que es amenazado por la pesadilla en que se le caen las muelas. La lista de excentricidades es extensa y vigente. 

Hace poco llegaron dos sastres al imperio. Le han confeccionado un traje hecho con tela invisible. Contento, se pasea por todo el castillo exhibiendo sus grotescas e hinchadas carnes. Los castrados apretamos los dientes y conspiramos en su contra mientras observamos su miembro; siempre erecto, poderoso y saciado. Aparece el emperador y lloramos amargas lágrimas tan invisibles como el paño mágico. 

Nunca perderá los dientes el Rey. Nunca. Sonriendo será recordado. No existen los frutos de agua ni tampoco hay en el firmamento una nube con la forma de su rostro y la naturaleza de los cadáveres es heder. ¡Demonios! Tampoco existe tela invisible alguna. 

Los castrados jamás tendremos nuestra venganza.