miércoles, 27 de noviembre de 2013

Texto apócrifo de "Historia abreviada de la literatura portátil" de Enrique Villa-Matas


Nuria Clavé
[Insertar en el capítulo La fiesta en Viena: un poco antes del final, antes del párrafo que empieza con “Del relato de Picabia sobre la fiesta tiene un especial interés…” (primer párrafo de la página 51 de la edición de Compactos Anagrama)] 

Cuenta Picabia que no conforme con ya haber organizado la fiesta, haciendo uso de su espíritu innovador, rasgo shandy por excelencia, Valéry Larbaud tuvo la grandiosa idea de que durante ésta se tomara una fotografía de los asistentes. La fotografía no tenía intención de agregar algún tipo de importancia a la sociedad secreta o de ser importante por sí misma sino, por el contrario, al igual que casi toda la conjura portátil, carecía de sentido puesto que nunca nadie la vería. 

Como era de esperarse, fue George Antheil quien le pidió a Man Ray que retratara a todos los invitados —como ya he dicho, Antheil ocupaba todo su tiempo a la conspiración portátil. Al encontrar en ese cometido una oportunidad perfecta para experimentar con la fotografía portátil, Man Ray, que desde aquel encuentro en Nueva York ya había trabado amistad con ellos, aceptó encantado.

Salvador Dalí fue quien más interés mostró en todo el asunto, lo cual manifestó al llegar a casa de Littbarsky con cinco horas de antelación para pintar un mural que, como él dijo, serviría de fondo para la fotografía. Lo que en realidad buscaba era reafirmar la idea de que la pintura también puede ser coleccionada si se transporta mediante los recuerdos. Así, solicitó atentamente que no se le distrajese mientras llevaba a cabo su misión. 

Más tarde, durante una ceremonia encabezada por Antheil, Dalí desveló el resultado frente a todos los presentes: una pared completamente negra.

Ante el asombro de todos, el artista justificó su obra diciendo que «no hay una mejor manera de manifestar el shandyismo que rendirle homenaje a su color»; aseveración que la mayoría describió como “una genialidad insolente”. 

Una vez terminado el escenario para retratar a la sociedad secreta, los 27 asistentes empezaron a acomodarse. La única sugerencia fue que se sentaran tres personas por silla a fin de abreviar el espacio y que la fotografía diese la impresión de ser ligera. Y por tanto fuera portátil. 

Al parecer, cuando ya estaban instalados en espera de ser fotografiados, una mosca entró en la casa y comenzó a volar alrededor del salón, zigzagueando por los escasísimos espacios que quedaron entre los presentes, impidiendo que los futuros fotografiados permanecieran quietos y mantuvieran el equilibrio en las sillas. 

La situación se alargaba, hasta que el molesto insecto decidió descansar sobre la cabeza de Man Ray, que intentaba aprovechar la poca luz arrojada por la oscuridad del mural. Algunas versiones coinciden en que también se le veía desconcertado pues todos reían y él no entendía lo que sucedía. 

Tras unos minutos de risas, Pola Negri, que no había hablado en toda la noche, se levantó lentamente y se acercó al fotógrafo, y con la ayuda de una pluma azul que adornada su peinado quiso espantar a la mosca. Pero justo cuando abanicó la pluma, el insecto voló y Pola se vio obligada a saltar para intentar atraparlo, lo que provocó únicamente que éste volara más alto y que a la actriz se le cayera el vestido. 

Los espectadores, atónitos ante tal espectáculo, se vinieron debajo de las sillas y tropezaron entre ellos. 

Fue también en respuesta a su sexualidad extrema que se vieron obligados a agacharse para tapar los rastros de su excitación. Vallejo, por ejemplo, tomó su sombrero con rapidez y se lo colocó en la entrepierna. 

La única excepción fue Dalí, que se puso lentamente de pie y abrió los ojos con mayor intensidad. Y sin decir palabra, notó cómo sus bigotes sufrieron el mismo efecto: se elevaron de un solo golpe, aunque ligeramente hacia los lados. 

Entre tanto ruido y exaltación, Man Ray tomó la fotografía. Y como no buscaba aportar algún significado racional a su creación artística, retrató la escena en pleno movimiento, hecho que al parecer dio inicio a una moda que distinguiría a Dalí para siempre. 

jueves, 8 de agosto de 2013

Carta a una señorita en Cracovia


Jorge Carrión Castro
[Cover a Carta a una señorita en París, de Julio Cortázar]   

Kasia, llevo ya tres días instalado en tu ático de la calle Suipacha. Extraño nombre para una vía —por más angosta y discreta que sea— ubicada en el corazón de un barrio tan representativo del urbanismo catalán como el Eixample. Me cuesta creer que al doblar la esquina —seguramente la única en kilómetros a la redonda en la que la intersección de las calles forma un ángulo recto— uno pueda estar pisando ya las baldosas de Roselló, a tan sólo unos metros de Paseo de Gracia. Suipacha me suena inevitablemente a trópico, a selva, a bochorno amazónico; y al salir de casa me resulta muy raro caminar envuelto en esa canícula mental evocadora de aborígenes con taparrabos para un minuto después toparme con los abrigos, las bufandas y los gorros de los peatones y de los turistas que se arremolinan en torno a La Pedrera intentando capturar con sus cámaras una postal de invierno modernista. Entonces me suelo llevar una mano a la cabeza y la otra al cuello para comprobar con alivio que mi indumentaria es también la apropiada para no sucumbir ante las bajísimas temperaturas de estos primeros días de febrero. Te parecerá mentira, pero no ha parado de nevar desde que llegué. En serio. En cuanto salí del aeropuerto empezaron a caer pequeños copos y durante el trayecto en taxi hasta Suipacha me sorprendió ver cómo al otro lado de la ventanilla le iban saliendo cada vez más lunares blancos al aire. Y así ha seguido cayendo la nieve con variable intensidad. Lo sé: aun así no se compara con esos gélidos inviernos de veinte grados bajo cero propios de tu tierra, y sin embargo habrás de coincidir conmigo en algo: en Barcelona esto no pasa, esto no es normal.

Tampoco es muy normal, pensarás con razón, que haya decidido escribirte con esta tinta azul sobre papel cuadriculado, en lugar de enviarte un correo electrónico o un mensaje a tu cuenta de Facebook. Pues bien, son dos mis motivos para optar por esta reliquia de la comunicación humana. Primero: me ilusiona sobremanera usar este bolígrafo tuyo que encontré en tu mesa de noche junto al teléfono y cuya leyenda dice Unywersytet Jagiellońsky; siento como si sus trazos fueran más propicios para invocar imágenes en sintonía con este clima (su punta corre sobre el papel como las cuchillas de una patinadora deslizándose sobre un lago congelado, pintándolo de azul), y además me suelta la mano para escribir palabras que difícilmente encajarían en el texto casual y descuidado de un correo electrónico —acaso víctimas de obsolescencia—, palabras como reliquia, sobremanera, obsolescencia y menester. Segundo: es menester que te entregue personalmente esta carta en cuanto vuelvas de Polonia, y sobre todo verte leyéndola cuando llegues a la última página. Sólo así, tras conocer en ese mismo instante la respuesta de tus ojos a las revelaciones de estas líneas, podremos ponerle punto final. Pero no nos adelantemos. Aún quedan muchas cosas por decir antes de llegar a ese momento decisivo. Va a ser una carta larga, quizá de tantos folios como los días que habré de esperar antes de escuchar el rumor de la cerradura y de tus pasos cruzando la puerta… Acabo de hacer una pausa para mirar por la ventana. La nieve hoy cae copiosamente y de algún modo acorta las distancias. Suipacha de pronto es Cracovia. Al otro lado de la calle una mujer ha encendido las luces de su habitación y sentada ante su escritorio explora un libro voluminoso y toma apuntes. No alcanzo a distinguir sus rasgos, pero le pongo tu cara y te imagino en casa de tu madre traduciendo al español algún texto de Gombrowicz o de tu querido Sapkowski. Te llevas a la boca uno de esos cigarrillos delgados y al poco ya estás expulsando círculos de humo que viajan hasta el Mediterráneo, atraviesan las Ramblas esquivando a la muchedumbre y suben por Paseo de Gracia, siempre en ascenso, hasta internarse en el Ático 2ª de Suipacha 23 y colarse por debajo de la puerta de tu habitación, donde te pienso. Quisiera seguir imaginándote, pero una efervescencia de pelusa sube por mi garganta. Aquí viene la tos. Sin duda voy a vomitar otro conejito. Será el segundo. [Seguir leyendo]


sábado, 27 de julio de 2013

Fe de erratas


Costa Sin Mar
[Cover a Errata, de Paul Muldoon]

dice padre debe decir hospital
dice infancia debe decir actores
dice política debe decir amputación
dice hijo debe decir lo siento
dice biblioteca debe decir juventud
dice cine debe decir paraíso
dice vértebra debe decir voz
dice divorcio debe decir matriz

viernes, 1 de febrero de 2013

Me quejo, mujer



Víctor Hugo Rivas

[Cover a La Tovarich, de Jaime Sabines]

Me quejo, mujer, de tus ahuyentos
Por que caí, como una piedra en el agua

o una hoja en el agua,
o un suspiro en el agua.
Caí como un ojo en una lágrima.

Y permanezco sereno, como lucero de cielo
o nube de cielo,
o azul de cielo.
Permanezco en casa todo, entero.

Hasta agotar sus senos me desprendí

(leche de flor bebí).

Hay un polvo de vacío
sobre las huellas de tus pasos
que son tus pasos hacia afuera.


(Porque me duelen las manos de tanto no tocarla
me duele el aire herido que a veces soy.)
Entretanto
lento me consumo
a paredes
de cabeza,
me volteo
y escupo al techo, a tu dios y al cielo.

Que todos mueran a tiempo, Señor.
Desampárame, Señor, que no sepa quién soy.
Amanece de tarde. Sin sol. (Para sus manos en guante: mi corazón.)

Con un respiro roza mi corazón,
estrecha tus senos en mi pecho,
rojo, lila y marrón.

Yo le hubiera injertado mis labios
en sus muslos, de dos en dos.
Del no te tengo a dónde voy, muerdo tu cama, tu sol y el otro sol.